Anunciando tragedias

Cuando me entero que alguien muere mi reacción inmediata es guardar silencio. Lo hago porque no considero que es mi misión en la vida anunciar decesos. Si igual se van a enterar que no sea por mi boca.

Hace casi 10 años murió una de mis amigas más cercanas. Apenas la noticia llegó a Facebook (no por mi cuenta) mi teléfono empezó a sonar. Increíblemente, personas de las que no había escuchado en mucho tiempo llamaban para averiguar detalles. Yo no tenía detalles y si los tuviera no se los contaría.

Recientemente murió una dama quien había compartido un apartamento conmigo cuando éramos maestras en Colón hace casi 30 años. Nos conocíamos desde la infancia porque nuestros padres eran colegas. Al poco tiempo ella emigró y no mantuvimos el contacto.

La noche antes de que la noticia de su muerte llegara a redes sociales, mi hermana me llamó llorando para contarme lo que había sucedido. Ellas sí eran amigas y vivían en el mismo estado. Mi hermana me pidió que no compartiera la noticia aun. No pensaba hacerlo. No creo que es mi deber informar al público en general sobre la muerte de nadie. Eso le toca a la familia.

A la mañana siguiente las notificaciones empezaron a entrar desde temprano. Entre los mensajes de los amigos regulares se filtraron preguntas de algunos contactos que ni siquiera sabía que tenían mi número de celular. “¿Supiste que se murió…”, “¿Te diste cuenta que se murió…”

Anunciando tragedias.

A veces no es bueno querer ser la primera persona en compartir información. Tampoco es sabio preguntar detalles que no nos incumben. ¿De qué murió? ¿Qué pasó? No es asunto tuyo.

Respeta la privacidad del difunto.

Respeta el dolor de la familia.

Respira profundo y entiende que no necesitas saber.

Ofrece ayuda si puedes, luego sigue tu camino.

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