Con carita de lástima

Ya te dije que vivimos en una época complicada. Ya el concepto de privacidad casi que ha desaparecido. Hay cámaras monitoreando cada movimiento que haces en la calle, tu trabajo y hasta en casa. Entiendo totalmente a qué se debe esto– algunos dicen que es un mal necesario. Pero súmale a esa vigilancia constante la rapidez con la que las personas sacan sus celulares y graban lo que sea: peleas callejeras, conversaciones privadas, personas ‘mal’ vestidas, mascotas ‘maltratadas’ en el patio del vecino… Graban o toman fotos de todo, lo suben a redes sociales y sin darte cuenta te conviertes en meme o en video viral que no cuenta toda la historia, pero que igual será juzgado y criticado por el panel de ‘expertos’ modernos.

Pues llámame lo que quieras, yo cuido mucho mi reputación. Cuando estoy en la calle me aseguro de no andar sacándome los mocos ni ajustando mi ropa interior. Definitivamente evito todo tipo de aglomeraciones, me mantengo en mi esquinita ocupándome de mis asuntos.

También trato de ser cordial y amable con todos, aunque no lo merezcan, porque ya te dije que protejo mucho mi reputación.

Pues hace unas noches asistí a un concierto. Me aseguré de invertir en boletos bien ubicados para no tener que estar esquivando cabezas o usando binoculares. Tampoco me gusta eso de pasear mi trasero por la cara de toda una hilera de personas mientras busco mi asiento.

Cuando llegué con mis dos amigas al teatro, le preguntamos a la ujier cómo identificar nuestros asientos. Nos respondió que cada asiento tenía el número escrito adelante y que nuestra fila empezaba con el 100. Una de mis amigas tenía el 103. La otra y yo éramos 108 y 109. Pues la primera amiga se sentó rapidito pero habían otras personas sentadas en el 108 y 109.

Me regresé donde la ujier y le di mi boleto. Le dije que esos asientos estaban ocupados. La joven muy amable se fue y conversó con los usurpadores. Les pidió sus boletos y les indicó cuáles eran sus puestos. Ellos no se  movieron. La ujier regresó y me dijo con una sonrisa nerviosa que ya se moverían a sus puestos.

Pasaron los minutos y los ciudadanos no se movían de nuestros asientos. En ese momento tuve dos opciones: ir a formarles el tremendo tamborito que tengo todo el potencial para armar o tratarlos como lo que eran.  Opté por la segunda y los miré así como cuando uno mira a un niño de 4 años con un cociente intelectual bajo y que nació sin extremidades y que encima tiene dolor de estómago. Así.

El señor me miraba como retándome a ver qué haría yo al respecto. Pues como soy buena actriz, llené mis ojos de toda la lástima del mundo y hasta puse la cabeza de lado y lo miré a los ojos con intensidad como diciéndole ‘Ay poechito. Le duele la barriguita y no se la puede sobar.’

Mi técnica funcionó. Casi de inmediato el tipo se paró del asiento como si se hubiese quemado el trasero. La chica al lado de él hizo lo mismo. Y mi amiga y yo nos sentamos a disfrutar del concierto.

Y aprendí algo valioso: cuando los adultos deliberadamente deciden comportarse como personas con trastornos del desarrollo intelectual, es necesario tratarles como tal.

Eso sí: nadie pudo hacer video de la psicóloga afrodescendiente que se arrebató en el concierto de Raúl Di Blasio y Kenny G y mandó para la /%$# a dos irrespetuosos que frescamente le trataron de quitar su puesto.

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