¡Regañones!

Vieras lo que me pasó ayer.

Andaba yo caminando tranquilamente por el estacionamiento del supermercado, dirigiéndome hacia la entrada cuando noté un carrito anaranjado echando para atrás. Me detuve para que maniobrara. El conductor, un hombre como de 60 años, bajó su ventana, me miró fijamente a los ojos, hizo un gesto de desdén y sacudió la cabeza en son de regaño. No entendí. Él tenía más que suficiente espacio para maniobrar su carrito miniatura.

Me puse a pensar en todas las veces que yo he hecho ese gesto cuando veo personas tirar basura por la ventana de sus autos, cuando hacen demasiado ruido en público, en las escaleras mecánicas planas cuando se quedan ahí parados sin caminar como si se tratara de un paseo… En ese mismo momento decidí dejar de ser tan regañona.

Debo admitir que detrás de esa necesidad de regañar a gente que uno ni conoce hay mucho juicio. Ese señor me juzgó injustamente igual como yo he juzgado a los que se meten a la piscina con mascarilla o a los que escuchan las canciones del rapero puertorriqueño  Bad Bunny.

Muchos de nosotros vamos por el día juzgando porque hasta cierto punto nos creemos superiores; no hacemos las bobadas que hacen los demás. Pero igual como el conductor malinterpretó lo que sucedió en el estacionamiento, yo he sido injusta muchas veces.

Ningún otro ser humano en este planeta entero tiene que ser como yo o como yo quiero que sea. Nadie está obligado a actuar según mis estándares porque algo queda claro: no me sé el cuento completo porque no vivo en sus cabezas.

Seguramente se me va a olvidar y caeré en la costumbre familiar de juzgar y regañar gente en la calle. En esos momentos haré una pausa y recordaré que soy humana y también me puedo equivocar.

 

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