Obligado, no.

A menudo llegan a mi consultorio madres con el corazón destrozado por las vidas que llevan sus hijos varones. La historia casi siempre es la misma, sólo las caras y los nombres cambian. Los orígenes del hijo son similares: madre que se quedó sola después de haber tenido a su hijo, padre biológico desaparecido, desconectado o desinteresado. El chico crece rodeado de mucho “amor” que mayormente consiste en sobreprotección y exceso de juguetes, casi siempre porque la madre se sintió culpable de no haberle brindado un hogar “normal” a su hijo. A veces en la ecuación también hay un padrastro que apareció cuando el chico tenía entre 2 y 4 años, pero nunca comprendió al chico y siempre acusó a la madre de “alcahuetear” al hijo y ser muy suave con él.

Pasan los años, el chico se convierte en adolescente rebelde. Se junta con personas de mala influencia, toma en exceso, fuma e inhala de todo, no respeta a la madre y no le habla al padrastro. No le buscan ayuda profesional porque la vecina que es peluquera pero que tiene una prima que está estudiando psicología les dijo que era una etapa y se le pasaría.

Ya tiene más de 20 años, a veces llegando a los 30 y todavía vive en casa. No trabaja, no estudia y periódicamente se agarra a puñetazos con el padrastro. Es en ese momento en que llega la madre a mi consultorio rogándome que vaya para su casa a conversar con su hijo o que lo llame al celular o que le diga qué hacer para convencerlo que venga a mi consultorio. Dice que cree que si le ofrece dinero, el hijo aceptará atenderse por lo menos una vez. Me pregunta qué me parece esa estrategia.

Escucho las historias en silencio. Parece que todas leen del mismo libreto. De nada sirve explicarle en todo lo que ha fallado. Cuando finalmente levanta la vista, miro sus lágrimas y le explico que no puedo ayudarla. Si ese hombre adulto no reconoce que necesita ayuda, es muy poco lo que yo pueda hacer. Él tiene que desear la ayuda. Así obligado no funciona.

Se molesta conmigo. Trata de manipularme. Dice que soy su última esperanza. Sonrío con dulzura y le vuelvo a explicar. Ella sabe que tengo la razón. Le digo que converse con su hijo y si él decide venir, con mucho gusto lo atenderé. Pero así obligado o chantajeado, no funciona.


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Obligado, no.